miércoles, 14 de noviembre de 2012

cookies & human

Con un gesto amargo se bebió la última gota. La música resonaba aún en la habitación y él se debatía entre el llanto y la sonrisa. ¿Cómo puede tener la vida sucesos tan inexplicables? ¿Cómo nos las ingeniamos para hacer de tantos disparates y sucesiones inconexas un todo coherente? ¿Cómo le hacemos para arrastrar detrás nuestro una historia, y a su lado una amalgama de sueños y temores? ¿Para subvertir el cariño en desconfianza, el afecto en rabia, el deseo en soledad? Construimos ídolos, puentes, antagonistas, compañeros, admiradores. ¿Con qué objeto, persiguiendo qué finalidad? Entretenernos, quizás. Acabar con el tedio. Acoplarnos a esa masa de información y experiencias que llamamos comunidad humana. Acercarnos a esos curiosos personajes por los que sentimos tanta atracción, tanta curiosidad y a veces (¿por qué no?), tanta magnética repulsión: las personas. Tan cerca de nosotros, enormemente parecidas a un tiempo, inquietantemente diferentes al instante siguiente.
Azotó el vaso contra la superficie de la mesa y  arqueó la espalda con alivio. Lo cierto es que le resultaba exasperante vivir la vida entera pidiendo y necesitando cosas distintas, a veces incompatibles entre sí. Le eran necesarios los momentos de soledad tanto como los de comunión con otros, el contacto físico tanto como un espacio y distancia razonables respecto a los demás. Gozaba del silencio y los momentos de reflexión, pero también acudía desesperado al estruendo, al diálogo y al espacio de locura de la fiesta. Carajo, ¿por qué los sentires respecto a los otros no podían mantenerse jamás en su lugar? A las personas las añoraba, las ignoraba, las deseaba, les recriminaba, las necesitaba, las consolaba, les perdía la paciencia, las admiraba, les rehuía, las buscaba, les exigía, las lastimaba, las comprendía, les proponía, las perdonaba: un auténtico carrusel esquizofrénico en unas pocas horas. Entre él, ellas y las circunstancias, no se las arreglaban ni la mitad de las veces para mantenerse en buenos términos, para realizar lo acordado, para permanecer en una sintonía mínima. Qué utopía, entonces, esa de pretender alcanzar acuerdos estables y perdurables entre seres con características como las humanas: volátiles, cambiantes, impredecibles y sobre todo inconstantes... La filosofía política y la ética –concluyó resignado– podían irse muy a la mierda esa noche. Pero esa noche, esa noche nada más. 
En eso se quedó pensando, mientras sumergía otro pedazo de galleta en su segundo vaso de leche. Por hoy, ni él ni la galleta daban para más. Había llegado el momento de disolverse.




jueves, 4 de octubre de 2012

El cangrejo y su costal gelatinoso

No sabes si cantarle o reclamarle a la vida, y no sabes si se lo quieres decir en inglés, en español, o sencillamente con una mirada larga y franca de aporías e indeterminación. Alguna vez un preso hizo de los barrotes de su celda una gran garrocha con la cual voló por encima de las colosales bardas de su prisión, y en otra ocasión alguien escapó de una historia interminable en el mismo momento en que decidió no escribir ese feroz y demandante punto y aparte. 
Las palabras, las nociones, los conceptos, las experiencias, los días y las enseñanzas se acumulan sobre ti, en ese pequeño costal gelatinoso que ocultas discretamente bajo el cabello. Te repites que ahora estás mejor preparado para la vida que antes, pero a veces piensas que eran mejores esas tardes persiguiendo papalotes caprichosos y atravesando ríos caudalosos con un solo salto que alcanzaba para ir de orilla a orilla. Hasta hace poco hubieras preferido un mundo en el que libertad y responsabilidad no fueran de la mano, y en donde las constelaciones celestes fueran partícipes activas de tus enredos amorosos. Un mundo en donde los discursos políticos te aburrieran en vez de apasionarte, y las largas horas transcurridas entre tabaco, alcohol e interminable palabrerío te parecieran un absurdo sinsentido masoquista. 
Pero ahora abrazas esquemas organizacionales y conceptos razonables, hoy te guías por principios sensatos y persigues causas justas. Los placeres no son más que merecidas recompensas, hallazgos inesperados, meteoritos extraviados que caen cada año bisiesto en tu jardín. Te llegó ya la hora de calibrar, de calcular, de acomodar y de preparar para el siempre hambriento e insaciable mañana. Se te reprocha ya cualquier descuido, vaguedad, impuntualidad y torpeza. El mundo humano no espera ni perdona al que no se amolda, al que no se cuadra o no aprende las reglas del juego, al que no tiene una muy, pero muy, buena excusa. 
 Allí vamos, como cangrejos temerosos, metiéndonos siempre dentro de los parámetros, criterios, estándares y cánones establecidos, fijados, acordados y dispuestos. Llegó ya nuestra hora de aportar soluciones prácticas y desarrollar condiciones crónicas, de ganarnos el pan de cada día y referirnos cuando menos al diccionario para cualquier aclaración sintáctico-semántica; de asombrar a la comunidad científica con novedosos postulados o escandalizar al mundo del arte con propuestas indecorosas, y de estrechar pinzas extrañas con la firmeza apropiada o reír puntualmente –con cronómetro en mano– después de un chiste de buen gusto. Y no, no es que sea ni de lejos el peor de los mundos posibles que me pueda yo imaginar, pero a veces preferiría derrochar cada una de las tardes que me restan persiguiendo caprichosos papalotes...         

miércoles, 25 de abril de 2012

Peces plumíferos

¡Oh, gran misterio de ser humano! Hablamos por hablar. Tal vez, hablamos por hablar. ¿Qué importa si hablamos por hablar? ¿Qué nos importa? Encerrados en el extraordinario mundo de las posibilidades. Activados por los más incognoscibles, impredecibles resortes.
Un pasillo con luz que vuelve claros y distintos a quienes lo cruzan. Una puerta azul que simultáneamente distorsiona sus figuras y las llena de zig-zageos inesperados. Cada instante nos presenta al mundo con una curvatura distinta. Los odiosos maestros que acaparaban el estrado se tornan ágiles siluetas que desaparecen con una sonrisa de la mirilla por la que espiamos al mundo. O lo admiramos, según el día.
La deslumbrante mujer que hacía nuestras rodillas tiritar con el decidido timbre de su voz es arrastrada por inesperados centros de gravedad a parajes en donde no nos reconocemos ya.
Las ideas surcan el cielo neurológico con presteza y vanidad. Dejan su rastro con la esperanza de que nos encaprichemos en su persecución. Como anzuelos aéreos, buscan pescarnos de nuestro aburrimiento, sorprendernos en nuestro escondite de algas parsimoniosas. Y nosotros, crustáceos con alas, encendemos el motor y jugamos a los detectives con la gabardina sobre las plumas y la lupa entre las garras.
Pero volteamos la página y entonces regresa la lentitud de quien viaja con equipaje. Aterrizamos porque la gente espera impaciente sus maletas en la banda 3. El descenso se confabula con la implosión. Regresamos a los límites, a las pieles y los pliegues, a los espacios de siempre que tan poco nos echaron de más. Arrancar, o sentir la arena disolverse entre los pies. Bucear en las profundidades de nuestra  taza de café o tomar de la mesa un sobre de azúcar, y vertirlo con delicadeza en la laguna oscura de nuestra tarde sin contratiempos que mantiene aún el deseo de ser un poco más dulce.
El avaricioso enano mitológico decide tomarse un pequeño descanso. Cada vez es más el trabajo requerido para extraer de entre las betas un poco de su preciado me(n)tal. La niebla nos adormece y nos disocia con lentitud. Naufragamos al momento mismo en que la tierra se queda sin mar. El combustible renuncia a estar al servicio de otro. La gasolina exige ahora que el automóvil la impulse y las calorías piden a gritos su partido de fútbol mientras queman humanos. Volvemos al lento vaivén de las nociones, las coherencias y las horas. Se interrumpe la marea hasta nueva luna. Se despide la luna hasta próxima noche. Se retira la noche hasta el cuento siguiente.

lunes, 24 de mayo de 2010

Baile(y)s eterno

Te vas hacia adentro, como si tu corazoncito tuviera un imán que te chupa las entrañas y te envuelve sobre ti mismo. Entonces hay que volver a empezar, y recordar que los polos magnéticos están allá afuera. Sí, cambiantes, inestables y hasta peligrosos, pero sobre todo más sorprendentes y divertidos que la monotonía monocromática del interior.
Suponen los astrónomos más fregones que en un principio la Tierra hubo de necesitar de un centro gravitacional para no sentirse tan atemorizada y contrariada en un universo tan grande. Y la Tierra, igualmente neurótica que los individuos que ahora se encargan de destruirla, se encontró de pronto mareada, dando vueltas sobre sí misma y tratando de morderse la cola, de correr a África y alcanzar Japón en un mismo instante, sin entender que una esfera no puede nunca visualizarse completamente a menos que de que se deshaga de todo contenido y se vista de una transparencia insignificante. El mundo seguía sin comprender que una esfera que gira sobre sí misma sólo gasta valiosas energías.
Pero la Tierra maduró con los años en el vasto Universo de formas y entendió que al final esos granitos que hacían erupción de cuando en cuando en su cutis no eran tan malos, y que su piel azul con esos vellos verdes que crecían en sus gigantescos lunares tenían su belleza.
Y fue finalmente por esos tiempos que la tierra se puso en marcha nuevamente y comenzó a dar vueltas por el Universo, en un trayecto que pronto se convirtió en una danza eterna con otros compañeros de baile (entre ellos, un soberbio señor esforzándose por cegar a todo aquel que la mirara de frente y una poetisa melancólica demasiado modesta como para brillar con luz propia) con los que finalmente no tenía otra alternativa más que bailar. La torpeza inicial que la condujo a dar vueltas sobre sí misma se había convertido ahora en un paso de baile que era imitado por los demás danzantes.

miércoles, 12 de mayo de 2010

a-go-gotas

¿Es agua de lluvia? No, son las gotas de una regadera. ¿Calientes o frías? No estoy seguro, las escucho a la distancia. Me arrullan, me jalan hacia el punto de equilibrio en mi cerebro, en espiral. Espera un segundo... Algo atrae mis pasos en reversa, la marcha se acelera hacia atrás y me alejo con una rapidez catastrófica de ese centro... Con una bocanada similar a la primera que da el recién nacido, despierto en el salón de clases. El maestro relata un cuento de ciencia ficción y yo suspiro aliviado desde la última fila pensando que, por suerte, nadie notó mi desliz.

sábado, 16 de enero de 2010

Discurso misántropo, Libro I

A veces parece como si la parte más profunda de la naturaleza humana fuera estar en guerra. Guerra con los otros, con la Tierra y con los otros seres vivos. Guerra con las ideas, entre los hombres, entre las razas y entre las naciones. Guerra con los del otro sexo, con la familia, con los hermanos, con los de diferente condición. Vaya, guerra hasta con uno mismo, contra lo que uno mismo es.
Tan es así, que nos sentimos con ánimo de luchar con el enemigo que ya no está, que pereció o sencillamente se fue a pelear otras batallas. La guerra es el juego más tonto que sabemos jugar y, sin embargo, el que con más facilidad nos atrapa. La guerra: el juego que mejor sabemos jugar.
Después de todo, los beneficios que obtenemos en este juego no son nada desdeñables. El hombre victorioso siempre tendrá algo que presumir, un bello recuerdo con el cual mirarse al espejo e hinchar su pecho por las mañanas. Y hasta el derrotado encuentra consuelo en su fracaso: su lucha fue la buena, la noble, la honesta y la valiente.
Son sólo instantes fugaces en los que todo hombre descubre en la guerra un sinsentido. Todos caemos, tarde o temprano, en situaciones tremendas en las que odio y muerte aparecen como el más grande de los absurdos.
Como un juego en el que el balón es más grande que la portería, hasta que terminamos por ponchar el balón o zafar la portería de la cancha. Situaciones que hemos tenido a bien en llamar "trágicas", aunque el constante zumbido (o aullido, o graznido) de la vida siempre termine por difuminarlas.
Son pocos los que se han cansado de la guerra y la barbarie, que llevan al extremo su condición trágica. Pero los ha habido: músicos melancólicos, poetas locos y suicidas, amantes jóvenes cuyas vidas terminan recién comenzadas. Algo curiosísimo sucede entonces, pues parece como si, al perder el apetito por la guerra, estos hombres y mujeres hubiesen perdido también el interés por la vida.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

HenRedUs (nosotros las gallinas rojas)

Viento. La hoja no cae, se levanta.
Grito estruendoso, bajo el agua.
Tatuaje de Sol en piel extraña.
Angustia volátil entre aromas de hotcakes y miel.

Orejitas finas y un perfil que te da media espalda.
Vidas encriptadas en miradas bajas y palabras enredadas.
Aprendan ya que para los temblores bastan un par de labios que se separan,
una pupila que se enciende y un cuello que se sonroja.

¿Quieren saber un secreto? Lo que más le costó a la humanidad fue poder amar.