lunes, 24 de mayo de 2010

Baile(y)s eterno

Te vas hacia adentro, como si tu corazoncito tuviera un imán que te chupa las entrañas y te envuelve sobre ti mismo. Entonces hay que volver a empezar, y recordar que los polos magnéticos están allá afuera. Sí, cambiantes, inestables y hasta peligrosos, pero sobre todo más sorprendentes y divertidos que la monotonía monocromática del interior.
Suponen los astrónomos más fregones que en un principio la Tierra hubo de necesitar de un centro gravitacional para no sentirse tan atemorizada y contrariada en un universo tan grande. Y la Tierra, igualmente neurótica que los individuos que ahora se encargan de destruirla, se encontró de pronto mareada, dando vueltas sobre sí misma y tratando de morderse la cola, de correr a África y alcanzar Japón en un mismo instante, sin entender que una esfera no puede nunca visualizarse completamente a menos que de que se deshaga de todo contenido y se vista de una transparencia insignificante. El mundo seguía sin comprender que una esfera que gira sobre sí misma sólo gasta valiosas energías.
Pero la Tierra maduró con los años en el vasto Universo de formas y entendió que al final esos granitos que hacían erupción de cuando en cuando en su cutis no eran tan malos, y que su piel azul con esos vellos verdes que crecían en sus gigantescos lunares tenían su belleza.
Y fue finalmente por esos tiempos que la tierra se puso en marcha nuevamente y comenzó a dar vueltas por el Universo, en un trayecto que pronto se convirtió en una danza eterna con otros compañeros de baile (entre ellos, un soberbio señor esforzándose por cegar a todo aquel que la mirara de frente y una poetisa melancólica demasiado modesta como para brillar con luz propia) con los que finalmente no tenía otra alternativa más que bailar. La torpeza inicial que la condujo a dar vueltas sobre sí misma se había convertido ahora en un paso de baile que era imitado por los demás danzantes.

miércoles, 12 de mayo de 2010

a-go-gotas

¿Es agua de lluvia? No, son las gotas de una regadera. ¿Calientes o frías? No estoy seguro, las escucho a la distancia. Me arrullan, me jalan hacia el punto de equilibrio en mi cerebro, en espiral. Espera un segundo... Algo atrae mis pasos en reversa, la marcha se acelera hacia atrás y me alejo con una rapidez catastrófica de ese centro... Con una bocanada similar a la primera que da el recién nacido, despierto en el salón de clases. El maestro relata un cuento de ciencia ficción y yo suspiro aliviado desde la última fila pensando que, por suerte, nadie notó mi desliz.

sábado, 16 de enero de 2010

Discurso misántropo, Libro I

A veces parece como si la parte más profunda de la naturaleza humana fuera estar en guerra. Guerra con los otros, con la Tierra y con los otros seres vivos. Guerra con las ideas, entre los hombres, entre las razas y entre las naciones. Guerra con los del otro sexo, con la familia, con los hermanos, con los de diferente condición. Vaya, guerra hasta con uno mismo, contra lo que uno mismo es.
Tan es así, que nos sentimos con ánimo de luchar con el enemigo que ya no está, que pereció o sencillamente se fue a pelear otras batallas. La guerra es el juego más tonto que sabemos jugar y, sin embargo, el que con más facilidad nos atrapa. La guerra: el juego que mejor sabemos jugar.
Después de todo, los beneficios que obtenemos en este juego no son nada desdeñables. El hombre victorioso siempre tendrá algo que presumir, un bello recuerdo con el cual mirarse al espejo e hinchar su pecho por las mañanas. Y hasta el derrotado encuentra consuelo en su fracaso: su lucha fue la buena, la noble, la honesta y la valiente.
Son sólo instantes fugaces en los que todo hombre descubre en la guerra un sinsentido. Todos caemos, tarde o temprano, en situaciones tremendas en las que odio y muerte aparecen como el más grande de los absurdos.
Como un juego en el que el balón es más grande que la portería, hasta que terminamos por ponchar el balón o zafar la portería de la cancha. Situaciones que hemos tenido a bien en llamar "trágicas", aunque el constante zumbido (o aullido, o graznido) de la vida siempre termine por difuminarlas.
Son pocos los que se han cansado de la guerra y la barbarie, que llevan al extremo su condición trágica. Pero los ha habido: músicos melancólicos, poetas locos y suicidas, amantes jóvenes cuyas vidas terminan recién comenzadas. Algo curiosísimo sucede entonces, pues parece como si, al perder el apetito por la guerra, estos hombres y mujeres hubiesen perdido también el interés por la vida.