Suponen los astrónomos más fregones que en un principio la Tierra hubo de necesitar de un centro gravitacional para no sentirse tan atemorizada y contrariada en un universo tan grande. Y la Tierra, igualmente neurótica que los individuos que ahora se encargan de destruirla, se encontró de pronto mareada, dando vueltas sobre sí misma y tratando de morderse la cola, de correr a África y alcanzar Japón en un mismo instante, sin entender que una esfera no puede nunca visualizarse completamente a menos que de que se deshaga de todo contenido y se vista de una transparencia insignificante. El mundo seguía sin comprender que una esfera que gira sobre sí misma sólo gasta valiosas energías.
Pero la Tierra maduró con los años en el vasto Universo de formas y entendió que al final esos granitos que hacían erupción de cuando en cuando en su cutis no eran tan malos, y que su piel azul con esos vellos verdes que crecían en sus gigantescos lunares tenían su belleza.
Y fue finalmente por esos tiempos que la tierra se puso en marcha nuevamente y comenzó a dar vueltas por el Universo, en un trayecto que pronto se convirtió en una danza eterna con otros compañeros de baile (entre ellos, un soberbio señor esforzándose por cegar a todo aquel que la mirara de frente y una poetisa melancólica demasiado modesta como para brillar con luz propia) con los que finalmente no tenía otra alternativa más que bailar. La torpeza inicial que la condujo a dar vueltas sobre sí misma se había convertido ahora en un paso de baile que era imitado por los demás danzantes.