Tan es así, que nos sentimos con ánimo de luchar con el enemigo que ya no está, que pereció o sencillamente se fue a pelear otras batallas. La guerra es el juego más tonto que sabemos jugar y, sin embargo, el que con más facilidad nos atrapa. La guerra: el juego que mejor sabemos jugar.
Después de todo, los beneficios que obtenemos en este juego no son nada desdeñables. El hombre victorioso siempre tendrá algo que presumir, un bello recuerdo con el cual mirarse al espejo e hinchar su pecho por las mañanas. Y hasta el derrotado encuentra consuelo en su fracaso: su lucha fue la buena, la noble, la honesta y la valiente.
Son sólo instantes fugaces en los que todo hombre descubre en la guerra un sinsentido. Todos caemos, tarde o temprano, en situaciones tremendas en las que odio y muerte aparecen como el más grande de los absurdos.
Como un juego en el que el balón es más grande que la portería, hasta que terminamos por ponchar el balón o zafar la portería de la cancha. Situaciones que hemos tenido a bien en llamar "trágicas", aunque el constante zumbido (o aullido, o graznido) de la vida siempre termine por difuminarlas.
Son pocos los que se han cansado de la guerra y la barbarie, que llevan al extremo su condición trágica. Pero los ha habido: músicos melancólicos, poetas locos y suicidas, amantes jóvenes cuyas vidas terminan recién comenzadas. Algo curiosísimo sucede entonces, pues parece como si, al perder el apetito por la guerra, estos hombres y mujeres hubiesen perdido también el interés por la vida.